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CIUDAD TERMINAL
Galería UTOPIA PARKWAY, 11/01/2019

Ciudad Terminal
Por Carlos Hernández Pezzi

Los tiempos del paseante, la ciudad del "flâneur" de Baudelaire, han desaparecido para siempre. Deslumbrados por Walter Benjamin, los urbanistas nos empeñamos en revivirla, pero los artistas la sitúan en otros espacios como los de Giorgio de Chirico, en los que la melancolía no se recorre vagando, sino soñando con visiones cosmológicas y secciones fragmentarias de lo que antes eran espacios urbanos donde se podía pasear por avenidas de una modernidad civilizada, tal vez absorta, pero todavía empeñada en retratarse en el otro. En convivir con semejantes y representaciones de un paisaje reinventado para figuraciones idealizadas. El territorio actual simboliza, ante todo, la herrumbre de la escala del yo, ruina en la que somos fagocitados por un miedo atávico a enfrentarnos a "La expulsión de lo distinto" (Byun-Chul Han 2018), de lo que nos atemoriza, de lo que nos hiere en el ego, de lo que interfiere con aquello que proclaman nuestros autorretratos digitales. De las fantasías del desarrollo y de la poesía solitaria de la urbe, anticipada por los retratos de soledad de Edward Hopper, ya no quedan más que restos silenciosos del esplendor de contrastes de sol y de luz contaminada, que no son sino las enseñas del apocalipsis climático. La esperanza en el átomo ha devenido en la crisis del planeta. La ciudad se vuelve terminal porque su plástica se ha hecho férrea, hierática, espasmódica en fotos fijas. Pocos artistas representan tan fielmente esa dilución de lo urbano en la pesadilla precaria, en la fantasmagoría del sueño racional interrumpido para siempre en el siglo XX. Los "fancines" y el cómic, arrastrados por la imaginería barroca de muchas películas de superhéroes, han sobrealimentado un imaginario titánico y megalómano de ciudades modelo "gotham", como si el porvenir se encontrara en el replicante delirio de "Blade Runner 2049", antes que en el desastre urbano real de la ciudad fantasma de Detroit.

Dimitriadis sabe que estamos en una época terminal y representa su espacio urbano en un desasosegante recorrido por las estancias del Dante, sin renunciar a la evocación de los efímeros paraísos que recrea con afilada precisión, color y textura únicas, como si fueran representaciones singulares de la extraordinaria belleza del diseño digital de una era de progreso periclitada. El escenario ha perdido el romanticismo de la desesperanza. En ella, los edificios se asemejan a silos de vacío, en los que se justifica la vida o su interpretación en el neón que alumbra su decadencia. Suelen ser emblemáticos manifiestos de sitios que "reconocemos" como propios, sin darnos cuenta de que ya han sido arrasados previamente por el terrorismo de lo aéreo, el fuego, o la arena, la sequía y los engañosos cielos de la polución multicolor. No he encontrado unas gamas de color tan inquietantes y perturbadoras como estas, que el autor destina a la configuración de un futuro tan deshumanizado como las vistas del asolamiento de lo aislado. La indigna, rencorosa, "soledad de lo ausente" se aparece al tamiz de la luz del sol, del crepúsculo, de las nubes maltratadas por el aire viciado de nuestras ciudades, enfocando restos de un magma incandescente, como si fueran destellos de lava de un volcán mucho tiempo en erupción.

Chimeneas, tuberías y cohetes dan el contrapunto a "resorts" de ocio imaginarios en el subconsciente colectivo, válvulas de escape del vacío latente, de las reconocibles tiendas de hiper -diseño, de la caducidad de los grandes almacenes, de los rascacielos ya sin otro sentido que enfocar la oxidación de las piezas de ese "kit" robótico en el que nos hemos quedado encorsetados. Extremadamente verosímiles y fieramente bellas en lo estético, las obras de Dimitriadis nos ponen ante el espejo: nos subyugan con la fuerza del abismo. Michel Houllebecq en sus "partículas elementales" está más ahí, en los cuadros de "Ampliación del campo de batalla", que en la "Expiación" de Phillip Roth o su denodado lamento de "Patrimonio" en el que alienta una esperanza mezclada de comunión de extraños emigrantes y exiliados interiores.

La ciudad terminal de Adamo Dimitriadis es la certera expresión del esplendor quebrado de lo ficticio como antinomia de lo "real", el espacio que nos deja indiferentes a las ciudades sin alma y a la pintura sin compromiso. Tal vez dos cosas que nos atrapan, porque no podemos solucionarlas, pero sí sentirlas, tal como el arte puede verlas a costa de desnudarse de subterfugios y filigranas habituales en el mercado de la "plastelina" "blandi-blub". Eso a lo que nos ha acostumbrado el sistema comercial del arte de consumo, del que esta exposición de la obra de Dimitriadis hace un manifiesto crítico colateral a sus propios valores.

Lo asombroso de la reflexión del artista es que se lance a explorar la ciudad en sus iconos más significativos, hasta subvertirlos como si se tratara de un área anegada por un terremoto, en ese espectro de una versión del "titanic" que es a la vez, barco, muelle, edificio y autopista errante por un mar desconocido. O que descubra los símbolos duales de los reflejos de la propaganda, hecha trizas en la memoria de los ciudadanos, para ser devuelta a la cruda vigencia de los mensajes que lanza el poder, nucleares, armamentísticos; de los desastres del calentamiento global, la guerra de redes o los desarrollismos disfrazados que nos van erosionando hasta dejar en precario una civilización ruinosa que se acerca a ver el precipicio de su deshumanizado futuro, sin geografía, sin lugar y sin arquitectura de la comunidad. Cuestiones que nos acercan a las "Expulsiones", que Saskia Sassen (2017) ha identificado como causantes de la miseria de una población, sin identidad y sin fronteras, que puja por hacerse un hueco en la soledad de la hegemonía y la dominación, del odio al "otro" y del miedo a "todo" lo que nos rodea.

Dimitriadis hace gala de un atrevimiento excepcional. Con esta obra, muestra cómo se puede recorrer el túnel del tiempo de la globalización,- ida y vuelta -, denunciar la acelerada experiencia colectiva del suicidio ambiental, y hacerlo con los genuinos instrumentos del arte, los inteligentes encuadres de los objetos, la estilización de los conceptos y la reflexión plástica acerca de las materias del mundo en que vivimos, expresando, - desde la elegancia -, el caos; enseñando - desde el color -, lo negro; cómo se puede transmutar el porvenir, - a veces, gris -, de la situación que vivimos, tan enmascarada por el mercado del arte que la maquilla a menudo.

Málaga, 21 de noviembre de 2018

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