
MEMORIAS DEL FUTURO
Galería UTOPIA PARKWAY, 12/01/2017
El futuro ya no es lo que era
Por
Sergio C. Fanjul
Antes de que llegara el año 2000 imaginábamos el futuro de forma diferente: coches voladores que circulaban ingrávidos sobre cristalinas ciudades de césped verde, cúpulas geodésicas plenas de armonía y ciudadanos venideros muy saludables vestidos con impolutos atuendos blancos y complementos metálicos. Los futuros distópicos también existían entonces y ahora predominan por encima de futuros tecnológicos perfectos: megaciudades difícilmente habitables, guerras mundiales, superpoblación, contaminación irrespirable, escasez de agua, etcétera. Los futuristas teóricos de la llamada Singularidad Tecnológica (liderados por el ingeniero de Google Ray Kurzweil) predicen que a mediados de siglo la inteligencia artificial superará a la humana y la humanidad entrará en una nueva fase de la evolución aún inimaginable, saltando del carbono al silicio. Hay quien dice que las máquinas nos dominarán, otros que este punto de ruptura ni siquiera tendrá lugar debido a una desaceleración del ahora exponencial desarrollo tecnológico. Quién sabe.
Ese ‘quién sabe’, esa tendencia a tratar de predecir el futuro, también ese gusto por lo apocalíptico, parece connatural al ser humano. Pero hubo una época en la que, si bien el Apocalipsis nuclear estaba más cerca que nunca, se miró al futuro con cierto colorido optimismo. Es el que retrata el artista Adamo Dimitriadis (Madrid, 1967) en su exposición Memorias del futuro, un vistazo pictórico a un probable futuro que nunca se materializó.
Eran los años 50: tras la victoria en la Segunda Guerra Mundial los Estados Unidos entraban en una etapa de bienestar a base de familia feliz, suburbio de chalets con jardín y consumismo exacerbado. Muchos de los desarrollos tecnológicos de la guerra comenzaban a invadir los hogares en forma de electrodomésticos y otras tecnologías (de hecho la guerra tuvo mucho que ver en el comienzo de la electrónica y la informática que ahora llevan las riendas del mundo). La publicidad, audaz, alegre, sexy, multicolor, vendía aquellos avances como venidos del futuro. Fuera de las moquetas y los aspiradores, la Guerra Fría ponía la espada de Damocles sobre el planeta.
Dimitriadis, hijo de un ingeniero griego, se crió en los 70 y 80 entre los Goya y El Bosco del Museo del Prado y la inevitable influencia del capitalismo de seducción y la cultura pop, entre los fusilamientos del 3 de mayo y los ataques del temible Godzilla. Una visita a una muestra de Magritte acabó por determinar su vocación pictórica. Desde 2014 recrea en sus obras aquel espíritu de asombro ante los que eran los nuevos misterios de la ciencia y se deja contaminar por el estilo de las producciones de ciencia ficción de mitad de siglo que, además de fascinación tecnológica, eran un correlato del miedo al enemigo soviético. La amenaza roja se representaba en forma de monstruo terrible o invasión alienígena: el poderoso Otro que se atrincheraba al otro lado de la atmósfera o del Telón de Acero.
En Memorias del futuro observamos 12 óleos que transitan por las coordenadas de un alucinado realismo científico, abandonado ya el surrealismo pop que en tiempos precedentes practicó el artista. Mujeres de aspecto ye yé manejando tecnologías antigravitatorias, niños que alegremente enredan con botones nucleares, científicos ¿locos? realizando inquietantes experimentos con voluntarios sonrientes, todo ello en un estilo retrofuturista que, en ocasiones, roza con la técnica hiperrealista. Estructuras atómicas omnipresentes, televisores vintage, cintas magnéticas, interruptores luminosos por doquier, tal vez recuerdo de la arquitectura industrial y las ilustraciones petroquímicas que Dimitriadis vio por primera vez en los libros de ingeniería de su padre. En el fondo, a pesar de la vivaz elección de colores (a veces onírica), de los llamativos rayos y centellas, de la sonrisa comercial, hay un poso de inquietante amenaza (que recuerda al del dibujante satírico Miguel Brieva), una representación de una humanidad aún ingenua que no sabe que va a abrir la caja de Pandora de las distopías hipertecnificadas. La infancia de Matrix.
Aquella época fue sin lugar a dudas el pistoletazo de salida de este mundo donde el consumo capitalista se alió con los desarrollos científicos hasta traernos todos estos avances y todas estas desgracias. Lo que está claro es que ya no vemos (y ni siquiera nos tratan de hacer ver con demasiado ahínco) un futuro en technicolor donde los chismes tecnológicos nos proporcionarán una Arcadia feliz. Si una cosa se ve en la obra de Adamo Dimitriadis es esto: que el futuro ya no es lo que era.